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La célebre frase atribuida a Voltaire —“Detesto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”—, aunque nunca escrita literalmente por el pensador francés, sigue siendo un faro para entender la libertad de expresión. Sin embargo, en Puebla, esta libertad enfrenta un serio retroceso. La reciente reforma aprobada por el Congreso local, que castiga con hasta tres años de cárcel o una multa de 40 mil pesos a quienes insulten en redes sociales, representa un riesgo para el debate abierto y plural.


Aunque la ley, promovida por el diputado panista Rafael Micalco, se presenta como una medida para proteger a la ciudadanía de la violencia verbal en el entorno digital, en realidad se perfila como un bozal institucional. Criminalizar los insultos, las amenazas o las manifestaciones que supuestamente afectan la “moral pública” es, en el fondo, un intento de domesticar la crítica y castigar el desacuerdo. Es una visión simplista y peligrosa que no reconoce la complejidad del lenguaje ni la dinámica de la comunicación contemporánea.


Umberto Eco, en su análisis del acto comunicativo, señala que el mensaje no es algo cerrado o unidireccional, sino una “máquina perezosa” que se completa con la interpretación activa del receptor. Intentar regular qué se puede decir y cómo debe interpretarse ignora que el significado surge del diálogo entre emisor y receptor, donde la pluralidad de interpretaciones es no solo inevitable, sino necesaria para una sociedad diversa y democrática. La censura en Puebla limita no solo la expresión, sino también la riqueza del intercambio público.


Desde la perspectiva de Jacques Derrida, el lenguaje es inherentemente inestable y el significado nunca es fijo. El insulto, como cualquier otro signo, se desplaza y se resignifica en cada lectura y contexto. En las redes sociales, donde las interpretaciones son múltiples y dinámicas, el intento de fijar y sancionar un único significado es una ilusión. La comunicación digital es un terreno fértil para la multiplicidad de sentidos, y tratar de controlar esa multiplicidad solo conduce a la imposición de un discurso rígido y limitado.


Pero quizá, detrás de la intención de proteger y moderar la comunicación en redes sociales, se esté gestando algo inesperado: nuevas formas de expresión que sorteen estas restricciones sin renunciar al mensaje original. Así como se normalizó el uso de eufemismos y expresiones creativas —“desvivir”, “desuscribir de la vida” o “mandar al lobby” para referirse a la muerte— el lenguaje en internet encontrará vías ingeniosas para transmitir ideas y críticas, aunque las palabras cambien. La censura no logra apagar el espíritu irreverente y la capacidad inventiva de la comunicación humana; solo la transforma.

 
 
 
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La reciente negativa del hijo del presidente Andrés Manuel López Obrador a ser llamado “Andy” ha generado tanto burlas como reflexiones. Pero más allá del debate superficial, este gesto ofrece una oportunidad para observar cómo funciona el poder de los nombres, desde una perspectiva semiótica. En términos de Ferdinand de Saussure, todo nombre puede analizarse como un signo lingüístico, compuesto por un significante (la forma sonora o escrita del nombre) y un significado (el contenido, la historia, los valores que evoca).



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En este caso, el nombre “Andrés Manuel” funciona como un significante poderoso, cargado de significado político, simbólico e histórico en México. Es un nombre que no remite simplemente a una persona, sino a una figura construida durante décadas de vida pública. Decir "Andrés Manuel" evoca una identidad: lucha, ideología, liderazgo, poder.


El nombre propio del presidente se ha convertido en una marca narrativa que encierra una cosmovisión entera, no estoy defendiendo los actuares del ex presidente, sin embargo es indiscutible su impacto histórico, social y cultural en México.

Andy, se encuentra atrapado en una paradoja, aunque comparte el significante (el nombre), carece todavía de un significado propio. Es decir: no ha construido una trayectoria pública que le dé peso simbólico a su nombre. Su presencia es mediática, pero no por mérito o logros, sino por proximidad biológica al poder.


En ese contexto, el apodo “Andy” funciona como una especie de diminutivo psicosocial: lo reduce, lo infantiliza, lo distingue. Pero también lo protege. Lo separa del “Andrés Manuel” completo, que es demasiado pesado para alguien que aún no ha construido un significado propio.


Rechazar “Andy” es entonces una señal clara: el deseo de escapar de la caricatura, de la reducción, del papel del hijo mimado o accesorio. Pero al mismo tiempo, al elegir el nombre "Andres Manuel", se refuerza una idea de "Mercer por simple biología y herencia, sin olvidar, que Andy será Andres Manuel, pero lo falta el "Obrador" a su nombre.


En términos simbólicos, el apellido “Obrador” se ha convertido en un significante cargado: evoca la figura del patriarca político, del presidente austero, del ideólogo nacional. Que su hijo no lo porte no es una elección, pero sí una condición estructural que permite una posible distancia. No estar directamente nombrado como “Obrador” le libra parcialmente del peso de la identificación inmediata, y le abre, al menos en teoría, un espacio para construir un significado propio.


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Desde esta perspectiva, el hecho de llamarse “Andrés Manuel López Beltrán” puede ser un punto de partida menos saturado simbólicamente que “Andrés Manuel Lopez Obrador”, nombre que, de existir, lo fundiría de manera casi total con la figura del padre. Así, el hijo ocupa un lugar intermedio: no es un sujeto anónimo, pero tampoco está completamente fundido con el significante paterno. Es en ese espacio donde puede (si elige hacerlo) construir una identidad propia, con actos, decisiones y trayectorias que le den el significado a su nombre.


Así, detrás de la negativa a ser llamado “Andy” no solo hay un gesto de reivindicación personal o de dignidad simbólica; también puede leerse como una estrategia de apropiación anticipada del capital simbólico que conlleva llamarse “Andrés Manuel”. En lugar de iniciar el arduo camino de construir un nombre desde cero (con significados propios, trayectorias, rupturas y conquistas), el hijo del expresidente parece querer heredar, por vía nominal, un poder que no ha sido ganado ni trabajado, sino simplemente transferido por la biología y la fonética.


¿Puede un individuo como Andrés Manuel López Beltrán quien, a la vista pública, no ha atravesado los mismos caminos de lucha, desgaste y construcción simbólica que sí recorrió su padre, merecer apropiarse del significado y legado del nombre “Andrés Manuel” solo por el mérito biológico de haber nacido como su hijo? Desde una lectura lacaniana, esta pregunta remite al problema central de la constitución del sujeto frente al deseo del Otro.


¿Qué ocurre cuando ese Otro "Andres Manuel Lopez Obrador" ha edificado un significante tan potente que el hijo, en lugar de separarse de él para construir su propio deseo, busca encarnarlo pasivamente?


Este intento de heredar el lugar simbólico del padre sin haber pasado por el proceso de castración simbólica, es decir, sin haber renunciado a la ilusión de completitud que ofrece el Nombre del Padre, sugiere una formación del yo sostenida en la fantasía de plenitud heredada, más que en el trabajo subjetivo. ¿No es acaso esto también un síntoma de una educación donde las oportunidades han estado garantizadas, pero la falta (necesaria para el deseo) ha sido negada, impidiendo así la emergencia de un sujeto auténtico? En esa estructura, el nombre no es una conquista, sino una herencia que se repite sin haber sido significada.


Exigir las recompensas de de una historia que "Andy" no ha forjado, direcciona la construcción del nuevo significado al significante "Andres Manuel", solo el tiempo nos dirá si el camino tomado tendrá frutos o fracasos, destrozando tanto el nombre (significante) como su legado (Significado) .

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Este 1 de junio, Monterrey y el resto del país vivirán una elección histórica porque por primera vez, los ciudadanos podrán votar por quienes integrarán el Poder Judicial. Ministros de la Suprema Corte, magistrados y jueces de distrito aparecerán en las boletas. El principio parece claro: abrir a la ciudadanía un poder que durante décadas ha sido opaco, técnico y cerrado. Pero, ¿es realmente una elección democrática si la mayoría no conoce a los candidatos?


El Instituto Nacional Electoral ha puesto a disposición del público la plataforma "Conóceles", un sitio web donde se pueden consultar los perfiles profesionales y trayectorias de las personas aspirantes a estos cargos. Es un esfuerzo importante, pero claramente insuficiente. En primer lugar, porque pocos saben que la plataforma existe. En segundo, porque los perfiles ahí expuestos —aunque completos en datos— no necesariamente ayudan a comprender quién está mejor capacitado, quién representa intereses, o quién tiene antecedentes que deberían preocuparnos.


Los candidatos del Poder Judicial no aparecen en debates, no hacen giras ni entrevistas en medios. Su lenguaje es técnico, su visibilidad es mínima y su impacto en la vida pública, aunque profundo, no se percibe con la inmediatez de un gobernador o un alcalde. Esto convierte al voto judicial en una especie de lotería informada solo para expertos o interesados muy específicos. Para el ciudadano común, se trata de nombres sin rostro, propuestas sin contexto y cargos cuya función exacta ni siquiera es clara.


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La democracia requiere más que urnas. Requiere comprensión, diálogo y elección consciente. Votar por alguien de quien no sabemos nada, o de quien apenas hemos leído un currículum enredado, no fortalece la participación ciudadana: la debilita. Y si la idea es democratizar la justicia, entonces es urgente pensar en cómo comunicar, explicar y abrir estos procesos de forma efectiva.


Elegir sin conocer no es elegir. Es solo participar por inercia en un sistema que aún no está listo para ser realmente transparente. La elección judicial de este 2025 es, en el mejor de los casos, un experimento valiente. Pero como todo experimento democrático, debe ser acompañado de crítica, pedagogía y voluntad real de mejorar.

Porque no se trata solo de votar. Se trata de saber por quién y por qué.


Simulacro y Simulación

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Baudrillard sostiene que en la sociedad moderna las simulaciones no son meras copias de la realidad, sino que se convierten en realidades propias, independientes y hasta más reales que lo real (hiperrealidad). Esto ocurre cuando la representación —el signo— sustituye a lo representado, y la experiencia directa se pierde detrás de imágenes, discursos y símbolos que ocultan la verdad.


En el caso de la elección judicial, el proceso democrático aparece como tal: una elección ciudadana abierta, un ejercicio de participación y transparencia. Sin embargo, la realidad subyacente es mucho más compleja y oscura. Los votantes no tienen acceso real ni comprensible a los candidatos, no hay diálogo ni confrontación pública y la información disponible es técnica y poco accesible. Así, la elección se convierte en un simulacro democrático: parece democracia, pero en realidad es una representación vacía, una copia sin referente tangible para el ciudadano común.


La plataforma "Conóceles" y la aparición de candidatos en boletas son signos de esta simulación. Proveen la ilusión de transparencia y conocimiento, pero la desconexión entre la información técnica y la comprensión ciudadana produce un divorcio entre la forma (la elección) y el fondo (la verdadera participación informada). El signo (votar por jueces) ha sustituido a la experiencia real del conocimiento y la deliberación crítica.


Votar sin conocer es “participar por inercia en un sistema que aún no está listo para ser realmente transparente”. Esto se alinea con la idea baudelairiana de que en la hiperrealidad, la participación se reduce a la repetición de actos simbólicos sin contenido real. La democracia, en este contexto, se vuelve un ritual que oculta la falta de acceso efectivo al poder judicial.


La mediación del Feed


En la elección judicial del 1 de junio, no solo enfrentamos la limitación del conocimiento directo sobre los candidatos, sino que además el proceso estará fuertemente mediado por las redes sociales. En estas plataformas, el flujo constante de información —el famoso "feed"— se convierte en el principal filtro por el que los ciudadanos acceden a datos, opiniones y mensajes sobre los candidatos.


Según Baudrillard en Simulacro y Simulación, la realidad en la era digital se construye a partir de signos y simulacros que a menudo no representan la verdad, sino versiones manipuladas o fragmentadas de ella. En este contexto, el feed de redes sociales actúa como una máquina de simulación, donde la información se presenta no en función de su veracidad o profundidad, sino en función de algoritmos que priorizan el impacto emocional, la polarización y la viralidad.


Así, el ciudadano no recibe un panorama completo o crítico, sino una versión hiperreal: fragmentos, imágenes atractivas o mensajes simplificados que simulan conocimiento y opinión, pero que en realidad pueden reforzar la desinformación o la superficialidad del voto. La elección se convierte entonces en un acto mediado por una simulación digital, donde la representación en redes sociales sustituye la experiencia real del debate y la deliberación.


El simulacro democrático se intensifica, y el voto puede estar más influenciado por la lógica del feed que por una comprensión profunda de los candidatos y sus propuestas. La democracia digital, así, corre el riesgo de convertirse en un espectáculo fragmentado, donde la verdad queda diluida entre likes y shares.

 
 
 

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